Reflexiones de balcón
Esta nueva forma de vida, cada uno en su casa y el virus intentando entrar en la de todos, me recuerda en cierto modo al aislamiento sufrido durante mi enfermedad. Claro que ahora viene impuesto desde fuera ante el peligro de un ente desconocido e incontrolable y entonces no. ¿O sí?
Eras la niña más alegre y charlatana de todas tus amigas. También la más mandona. Te gustaba organizar los juegos y poner y disponer a cada cual en su lugar. Y lo hacías con tal gracia y naturalidad que todas te hacían caso. Mi madre recuerda mi infancia mejor que yo, y su versión es fácilmente creíble para quien me conoce ahora. Mi desparpajo y confianza fueron los cimientos de la burbuja cómoda y segura que me cobijó en los primeros años. Era difícil imaginar entonces que pudiera revertir tal voluntad de ordeno y mando hacia dentro, hacia mí misma. Ocurrió cuando quise encajar la grandeza de mi infancia en las estrechas paredes del instituto. La burbuja estalló contra el umbral de la adolescencia. Ante lo desconocido e incontrolable, me propuse controlar lo único que podía: mi cuerpo, mi refugio. ¿No hemos perdido hoy la comodidad y la alegría con la que, natural e inconscientemente, vivíamos antes de refugiarnos en lo único que podemos controlar ahora, nuestras casas?
Sospecho que perder la alegría fue consecuencia directa del declive físico. De lo que sí estoy segura es de que mi proceso interno (la decisión de dejar de comer para tratar de convertir mi vulnerabilidad en seguridad a través de mi imagen) detonó cuando el exterior se volvió hostil, cuando esa facilidad para interactuar con mi entorno que me era tan característica desapareció por arte de burla e indiferencia. Me encerré en las únicas cuatro paredes que se me antojaron seguras ante el nuevo mundo que se me revelaba –y rebelaba–, tan despiadado con mi fragilidad. Y, ¿no se está burlando de nosotros y de nuestra pequeñez algo tan microscópico? ¿No nos está haciendo conscientes de nuestra fragilidad con la descarada indiferencia e indiscriminación con la que actúa?
Hace unos días encontré, entre las lecturas pendientes de mis estanterías, a Amélie Nothomb y su ‘Biografía del hambre’. «En Bangladesh me habían enseñado que el hambre era un dolor que desaparecía muy deprisa. […] El hambre tardó en morir en la boca de mi estómago. […] Después de dos meses de dolor, se produjo finalmente el milagro: el hambre desapareció». La autora relata así el inicio de su anorexia, que duraría dos años y medio. Ella, que afirma regirse por una única ley, el hambre, en su sentido más amplio, se autoimpuso dejar de comer cuando su avidez de descubrimientos se topó con la incontrolable transformación de su cuerpo a los trece años. ¿No nos espantamos ante nuestras nuevas curvas en el espejo porque ahí fuera las curvas son rechazadas como antinaturales igual que repudiamos algo tan natural como este virus?
Hambrienta de lecturas interesantes y huyendo de las malas noticias que copan hoy las portadas, encuentro artículos que me hacen pensar: «La soledad activa los mismos mecanismos cerebrales que la falta de comida.» o «Vivir la soledad de cerca por unas semanas puede ayudar a entender lo que supone sufrirla de forma crónica.» Me temo que nadie que no haya sufrido un TCA se ponga a comparar esta situación generalizada de soledad involuntaria con el encierro en nosotras mismas, como si este tipo de trastorno fuera nuestra entera responsabilidad. Pero se asemeja mucho más de lo que creemos. ¿O acaso no es también una pandemia la importancia desproporcionada que se le da hoy en día a la imagen, y la inseguridad que este despropósito siembra a su alrededor? Aunque esté mundialmente expandido y aceptado, ¿no es este mal común también peligroso e incontrolable?
Cada día, mientras aplaudo desde mi balcón, me empeño en darle un voto de confianza a la humanidad para creer, a partir de este bofetón de realidad que estamos viviendo, en un cambio de valores, de prioridades, de pensamientos y de formas de actuar. La pena es que tengamos que ser asediados por algo tan minúsculo como destructor para empezar a valorar y proteger nuestra alegría, fortaleza, singularidad y apetito por la vida de cualquier virus que venga de fuera.
Ainara