¿REALMENTE NO ME GUSTA?
“He comprado esto en la pastelería, ¿quieres probarlo?”
“No gracias, no me gusta.”
“¿Vienes mañana a comer a mi casa? Voy a hacer mi plato estrella, ¡una lasaña!”
“Gracias, pero la pasta no me hace mucha gracia.”
“¿No te pides nada para cenar?
“No me gusta nada de la carta, ya comeré luego algo en casa.”
…
Y así día tras día, haciendo caso a las voces de la enfermedad que me hacían creer que esa comida que me ofrecían no me gustaba, que nada de lo que había en el restaurante era de mi gusto. Y aunque en el fondo me moría de ganas de comerlo, de tanto repetirlo llegué a creerme que realmente no lo comía porque no me gustaba.
Dejé de hacer planes con amigos y familia por culpa de la comida, de ese miedo atroz que me producía y que yo escondía bajo un “no me gusta”. Era mi forma de evitar enfrentarme a ella, de plantarle cara a mis miedos, a la enfermedad.
Pero llegó un momento en el que no pude seguir fingiendo. Un día en el que una pregunta retumbó en mi cabeza y me hizo replantearme las cosas.
“¿Realmente no te gusta, o es la enfermedad la que hace que creas que no te gusta? ¿Realmente no lo comes porque no te apetece, o porque tienes miedo a engordar, a que las voces te atormenten con sus insultos? ¿Realmente no te dan ganas de comer y disfrutar de ese plato como lo hacías antes, sin miedo, sin remordimientos, solamente disfrutando del momento? Pues hazlo, empieza hoy mismo a plantarle cara a tus miedos, a sincerarte contigo misma, a volver a ser tú.”
Fue la mejor decisión de mi vida. Me costó, me dolió. Hubo lloreras, momentos de querer echar todo por la borda. Pero me agarré al deseo de querer ser libre. Me tuve que morder muchas veces la lengua antes de contestar cuando se trataba de comida. Pensar si realmente no me gustaba o eran las voces las que me lo hacían creer así. Y si eran ellas, luchar contra esas ganas de rechazar la comida para aceptarla, disfrutarla.
Es cierto que al principio los remordimientos eran enormes, me sentía lo peor, pero poco a poco fue más fácil conseguir diferenciar qué alimento no me gustaba y cuál si me apetecía realmente. Poco a poco pude comer sin miedo, sin culpa. Hasta que llegó el día en el que me descubrí aceptando planes que antes rechazaba por ese miedo atroz a la comida, por ese “no me gusta”.
Hasta que llegó el día en el que realmente pude saber cuándo algo no me gustaba o no me apetecía realmente y actuar en base a lo que yo realmente quería y no lo que dictaban las voces de la enfermedad, porque hacía tiempo que las había vencido y ya no eran ellas las que guiaban mi vida nunca más.
Leire Martín.