17 noviembre, 2021

Como los buceadores que respiran por botellas de oxígeno

Ocurre lo siguiente. Digo lo siguiente porque la escena inmediatamente anterior es esta: mi madre y una yo adolescente en su coche aparcado delante de un hospital psiquiátrico de una ciudad de provincia. Una maleta amarilla con ropa mía en el maletero que ella ha hecho a toda prisa movida por su enésimo y más extremo impulso de Tengo que salvar a mi hija. Mi madre al volante en un estado llamémosle de desesperación siendo benévolas tras cuatro años de lucha sin éxito, yo llorando ininterrumpidamente tras cuatro años de engaños y triquiñuelas y diciendo cosas que solo ella entendía, como No me abandones aquí. El último minuto transcurre en mitad de un ultimátum que gira en espiral sobre la palanca de cambio: O te dejo aquí o haces todo lo que yo diga, todo es TODO. Tú decides.

 

Y ocurre lo siguiente.

 

En la cocina. Mi madre cocinando un solo menú para toda la familia que yo me tenía que comer sí o sí. Primero en cantidades pequeñas para ir agrandando el estómago, luego un plato tamaño estándar. Las patatas también te las vas a comer. Punto.

 

En el comedor. Toda mi familia organizada para que yo no haga sola ninguna de las comidas del día. Si el turno de mi madre como enfermera no le permite estar sentada a mi lado, siempre está mi padre, mi abuela o alguno de mis hermanos. O todos juntos.

 

En el salón. Yo tumbada una hora en el sofá reposando la comida, nada de encerrarme en mi cuarto a hacer abdominales o dar saltos sobre la alfombra rosa y azul que amortigua los golpes en el piso de abajo.

 

En el baño. Mi padre desatornillando el pestillo.

 

En la universidad. Mis compañeras siguen el primer curso sin mí. Cogen apuntes a más velocidad que yo y con letra más clara que luego me pasan para poder presentarme a las pruebas finales. Mi madre llevándome a los exámenes y esperándome fuera. Yo sacando sobresalientes porque solo me dedico a estudiar.

 

En la calle. Yo paseando con ella o de viaje con toda la familia. Se acabó lo de Voy a comer con amigas —mamá, no voy a comer aquí porque ya comí; chicas, comed vosotras que yo comí en casa—, Tengo una cena de cumpleaños o El fin de semana nos vamos a un pueblo de la costa.

 

En la consulta de la psicóloga. Yo sentada una hora dos veces por semana frente a una señora sin sonrisa los próximos tres años que no se traga ninguna de mis mentiras. Yo cediendo minuto a minuto para acabar contando lo que ni siquiera yo sabía. Como los buceadores que escarban en el fondo del mar buscando reliquias oxidadas por el agua y olvidadas por el tiempo, ayudados por botellas de oxígeno.

 

Yo aferrada a mis dos botellas de oxígeno, mi madre y mi psicóloga.

Lo siguiente de lo siguiente soy yo volviendo a la superficie. Soy yo respirando de nuevo sin ayuda. No, no soy yo, es otra yo. Soy yo más grande, más segura, más libre. Soy yo, sigo siendo yo. Yo curada. Yo ex afectada. Yo viviendo.

 

Dice Amy Hempel en su relato ‘Du Jour’: La vida es dura, y después nos morimos. Yo cierro el telón: La vida es dura, y después —oxígeno mediante— volvemos a nacer.