TCA, ESE LUGAR
Dicen que cuando se vive algo traumático, una experiencia estresante que te marca de por vida, el cerebro tiende a generar lagunas, a restar claridad a la consciencia acerca de ese episodio negativo. Es una forma de seguir viviendo con ello, a pesar de ello. Y ser feliz. Incluso. Recuerdo hace unos años que fui con unas amigas a cenar a un restaurante al que nunca había ido. La camarera me reconoció: «¿No me recuerdas? Fuimos juntas al instituto. Estuvimos en la misma clase los cuatro años. ¿De verdad no te acuerdas de mí?». Nada. Ni su cara, ni su voz, ni siquiera su nombre. Y eso que presumo de buena memoria. Durante días le insistí a mi cerebro que volviera a aquella época, que me dibujara escenas en las aulas, en el patio, en el bar de al lado donde íbamos a comprar el bocadillo a las once de la mañana. Escuché a lo lejos las risas, las burlas y la indiferencia como si fueran trozos de una serie que veo justo antes de acostarme y que me llevo a la cama. No era yo, yo no estaba ahí. Era otra. Eran otras y otros.
Hace solo unos días volví a contar mi historia. Es normal que la gente pregunte sobre lo que no conoce. No me importa, al contrario, me satisface que la gente muestre interés. Porque solo contando nuestra historia, como tantas otras que están escondidas aún hoy, seremos capaces de darle luz para salir de la oscuridad, para que se sepa, para que no se repita. Para que se le dé la relevancia que tiene. Más en esta sociedad que barre bajo la alfombra la porquería que no queda bien en el escaparate. Conté la historia del por qué, del cómo empezó, del cuándo me di cuenta —mucho después de que se dieran cuenta a mi alrededor—, de la negación, de la rebeldía, del «dejadme en paz, a mí no me pasa nada». Sobre todo del apoyo, de la ayuda, tan imprescindible. Y de cómo salí de allí. Como si un TCA fuera un lugar al que se llega un mal día cuando el resto de lugares en el mundo ya están ocupados. Y del que una se va, después de muchos malos días, cerrando la puerta al salir. Porque sí, porque siempre cerramos la puerta. Con doble vuelta y tirando la llave lejos. Hasta que, tiempo más tarde, hay que buscarla entre los escombros que quedaron esparcidos para abrirla de nuevo, asomarse al interior y reconocer el espacio donde permanecimos durante años. Reconocer a las personas que también lo habitaron —en la vida también hay heroínas y héroes, villanas y villanos—, el protagonismo y los papeles secundarios, los porqués y los cómo, las causas y las consecuencias. Reconocernos.
Y contarlo. Contarlo desde dentro para que se conozca aquí afuera. Decir «yo también habité ese lugar, yo también estuve ahí». Este es mi #metoo.