CUANDO QUERER NO ES PODER QUE ES CASI SIEMPRE
Mi habitación es rectangular y está pintada de amarillo pálido. A un lado largo está la cama individual cubierta de flores y rayas y una mesita de madera clara, a los pies una cómoda con una cadena musical negra que hace días que no escupe sonido alguno. Enfrente la pizarra verde llena de fórmulas y flechas y números y un valor resultante dentro de un cuadrado de tiza blanca, le sigue un escritorio a juego con la mesita donde todo está ordenado en su sitio, en su milímetro. En ambos lados cortos una ventana a un jardín al mediodía y la puerta blanca lacada. Más allá, el mundo exterior. Mi madre abre sin picar y, desde el umbral, me manda a comer. Dice que me ha estado llamando a gritos, que no la oigo. No oigo, literal y metafóricamente hablando. Pero veo bien, ya o todavía. No es la ventana, es esa incisión la fisura por la que entra la luz. Y de ella, la silueta alrededor de la cual se expande lo de afuera. No puedo, tengo que estudiar, respondo. Pues estudias luego, sin comer no te vas a quedar. En los lados largos y cortos de mi cabeza, de mi estómago: No quiero. Comer.
La escena se repetirá. Cada fin de semana, un sábado y el siguiente y el siguiente, domingos y festivos incluidos. A diario, habré comido en la universidad, habré cenado con mis amigas a la vuelta. No comeré ni cenaré, no tendré amigas, a lo sumo serán compañeras de clase. A mi realidad, coartadas. El decorado también será el mismo. Esa habitación amarillo pálido donde huyo, donde me escondo, donde la noche a las seis de otro invierno más, y ya van cuatro, se cernirá sobre el verde de la pizarra, las flores de la colcha y la madera clara. Hasta que encienda la luz. Se repetirá hasta que no me manden a comer sino a salir —con amigas que no tengo—, no a comer sino a vivir —una vida que tampoco—. No quiero, tengo que estudiar, respondo. Salir de esta vida. Vivir otras cosas. Ser otra. No la de antes, antes de los catorce. Ni la de después, después de hoy. En las paredes negras de mi cabeza, en el hueco de mi estómago: No puedo. Salir
Y un día, da igual cuál, la silueta deja de ser silueta para ser carne y huesos y piel. Para ser mi madre que entra en mi refugio y pisa la alfombra beige donde la luz forma un triángulo. Y en mitad de esa forma geométrica de bordes afilados y esquinas puntiagudas que es el mundo exterior, me abraza y comprende. Comprende que querer y poder son entes por sí mismos, absolutos, que casi nunca se tocan. Lloro y digo no puedo. Ella responde: tú no, pero yo sí.
Comprendo. Que querer no es poder. Que es así casi siempre.
Que también casi siempre hay una grieta por la que entra la luz. Y que esa luz se llama ayuda.