DESPUÉS DE
Cuando era pequeña desayunaba pan blanco con mantequilla y mermelada y tenía la mejor letra de la clase. Del colegio, quizá. Eso fue antes de. Del pan negro con cereales, de los ordenadores, de mi TCA. Antes de, también merendaba bocadillos de mortadela con aceitunas y luego iba a clase de patinaje dos veces por semana. Comer en casa de mi abuela era una de sus mayores satisfacciones, y la mía. Durante, me negué a tomar pan del color que fuera, mi impecable caligrafía se perdió con la misma rapidez con la que, a duras penas y entre burlas, cogía apuntes en el instituto y me quemaba en el gimnasio casi todos los días. Pasar los veranos con mi abuela llegó a ser una de sus mayores pesadillas. Después de, volví a mojar pan en los platos que me cocinaba hasta dejarlos como patenas, hacía deporte cuando me apetecía, seguí desfigurando mi letra con contracciones indescifrables aprendidas en la universidad y tomé mi primera decisión vital —la anterior no fue, precisamente, vital—.
El primer día de mi segunda vida me fui a estudiar fuera. Lejos de mi familia y amig@s. De mi rutina. Me fui donde no conocía a nadie. Donde no me conocía nadie. Me conocía a mí y me bastaba. El resto no fueron decisiones vitales, sino vivencias:
Cambié de casa, de ciudad y hasta de país, varias veces.
Hice amigas y amigos allá donde estuve.
Me enamoré otras tantas. Todas tan distintas, las personas y las relaciones.
Estudié casi todo lo que quise.
Viajé, mucho, siempre menos de lo que quise.
Probé la gastronomía de cada rincón.
Sufrí rupturas, dolores, duelos.
Bailé hasta el agotamiento.
Sentí alegría, tristeza, rabia, calma. Y pereza, gula, soberbia.
Grité, lloré y reí.
Viví.
Nunca he comparado el antes y el después porque la fotografía no es de la misma persona. Tampoco de la misma vida. Hoy desayuné pan blanco con mantequilla y mermelada. El sabor sí es el mismo. También es la misma sensación: disfrutar. Solo eso.
Ainara